miércoles, 26 de agosto de 2015

I.B.A.


Me marcó Iván después de dos años. No tuve mucho tiempo para reclamarle. Se escuchaba lleno de energía y ávido de vernos. Yo apenas pude hablar. Se enfocó en confirmar que siguieramos viviendo a las afueras para visitarnos en un par de días. Después de unos minutos, se despidió diciéndome lo mucho que me amaba, a Laura, a los niños; y lo agradecido que estaba por todo lo que le habíamos dado en el pasado. Al sonar una chicharra tuvo que colgar y lo último que escuché fue 'ya nos vemos hermanito'.
Colgué. Después de dos años desaparecido me pareció improbable que Iván sonara tan alegre. Las últimas veces que vino a casa llegaba ebrio, deprimido o en plan violento. El Iván que yo escuché en esa llamada no había desaparecido hace dos años; se había diluido hace más de cinco. ¿Quién podía haber hecho una broma así, tan de mal gusto? Se me enchinó la piel de pensar que tal vez había sido una llamada divina, un acto sobrenatural que mi hermano, habiendo muerto, me hubiera contactado para apaciguar mi insomnio.
En cuanto llegó Laura le conté sobre lo sucedido. Mi última opción, el que dicha llamada hubiera sido real, fue la que ella escogió como más cercana, más probable. Después de acostar a los niños nos tomamos una copa de vino y platicamos un largo rato sobre lo lejos que uno puedo acabar de sus seres queridos. Zarpados del mismo puerto, los vendavales y corrientes marítimas nos colocan en mares remotos. Hay un límite para los mapas y para la sangre. Hay formas de perderse en las cuales la ayuda es obsoleta. Supongo que sólo queda seguir nadando mar adentro y encomendarse a la suerte o lo divino para llegar a alguna isla de la cual trazar una ruta nuevamente.
Después subimos al cuarto y abrazado a Laura, por primera vez en mucho tiempo, dormí la noche entera. Al día siguiente era incuestionable que la noticia había aplacado aquella crónica angustia que, rememoré, había comenzado justo con la desaparición de Iván.
Después de tres días de descansar como un recién nacido, una llamada nos despertó el domingo por la mañana. Iván había muerto ahogado después de que el camaronero en el cual viajaba se volteara por la noche. Desconocían las causas del naufragio.
Después del funeral regresó el insomnio. En aquellas largas jornadas frente a la ventana, completamente solo y aislado del mundo al que pertenezco empecé a cuestionarme sobre Iván. ¿Cómo es que había muerto cuando finalmente sonaba de nuevo como aquel joven alegre que fue por tantos años? ¿Qué había pasado en esos dos años con él? Recordé que frené mi búsqueda en esa primera caza por encontrarlo cuando el terapeuta sugirió el suicidio de Iván. Me pareció un lastre buscar a alguien que podría haber sido tan egoísta y a cambio perderme sonrisas importantes de los pequeños.
Los detalles de la investigación sobran, todo el asunto policíaco empañó los sentimientos que le daban motor a mi búsqueda. Todos los caminos además, cubrían un lapso de dos meses y terminaban en el bosque de Kai. Parece ser que Iván hablaba mucho de su temporada en el pequeño bosque que peina al cerro del mismo nombre. Estaba por dejar morir todo el asunto pero Laura me obligó a seguir después de encontrarme reposando al final de las escaleras a medianoche. Tenía razón. Mi insomnio no se iría jamás si no encontraba aquel lugar en el que se escondió mi hermano por tanto tiempo.
Me tomé una semana para ir a acampar. Después de dos noches en las que el miedo a ser atacado por algún animal no me dejó dormir, el tercer día logré conciliar el sueño cerca de un débil riachuelo que cruza el monte. Ahí fui levantado por un viejo calvo de bigote blanco. Era un hombre sumamente frágil en sus movimientos, pero jamás había visto una mirada tan dominante. Me enderecé nervioso. Nos intentamos presentar pero la barrera del idioma era infranqueable. Sin embargo, alcancé a distinguir que dijo: Iván. Asentí con fuerza. Le dí la mano. Después de un largo rato logré hacerle saber mi nombre y mi parentesco con Iván; algo que él seguro tuvo claro desde el primer instante y por eso mismo acudió a despertarme con el nombre de mi hermano. Según entendí, su nombre era Xu. Me llevó a su humilde cabaña. Ahí pasamos el resto de la tarde y la noche en silencio. Con un té en la mano me asomé al bosque. Sentí que Iván había pasado aquí una larga temporada. Al día siguiente, el hombrecito me llevó a trabajar la tierra. Yo le preguntaba cosas de Iván pero el cada vez hablaba menos. Trabajé varias horas con él a mi lado. Después de un rato, me frené fatigado. Xu seguía clavando sus manos en la tierra con la misma fuerza con la que había empezado. Avergonzado, regresé a mi labor y no paré hasta que Xu, con un leve golpe en el hombre, me dio la señal de seguirlo al río. Arrivamos al mismo punto donde me había encontrado un día antes. Ahí se sentó Xu a ver el atardecer. A lo lejos, se alcanzaba a ver el puerto del cual Iván se comunicó conmigo por última vez.
Repetimos exactamente las mismas actividades. Mi intención por interrogarlo se fue disipando. Después de aquel segundo atardecer a su lado comprendí que tal vez Iván había encontrado como ocuparse por un rato con la compañía del maduro campesino. Le mostré una foto de Laura y los niños y señalé hacia el mar. Xu casi sonrió por primera vez. Me tomó de la mano y me llevó a su cabaña. Con sus tiernas y temblorosas manos me quitó la fotografía y caminó a una repisa vacía. De ahí tomó una carta en un roído papel amarillo y en su lugar puso la foto.
Con su pesada mirada me vio a los ojos por un largo instante y luego me entregó el papel. Confundido, lo desdoblé.
Era la carta suicida de Iván, fechada a dos años antes de su llamada. Mi hermano no se había ocupado en el bosque Kai con la compañía de Xu. Mi hermano, al que fui incapaz de ayudar en tantas ocasiones, había sido rescatado por esta bestia marina encarnada en un decrépito cuerpo, que lo llevó a esa isla en la que mi hermano recuperó su horizonte.
No creo que ambos hayan hablado mucho más de lo que yo lo he hecho con Xu. Ni siquiera sospecho que el viejo sepa que ésta es la carta que mi hermano escribió para despedirse de mí, de mi madre, de los niños. Las palabras que les dedica a mis hijos serán su brújula en cuanto sepan entenderlas. Yo habré de dormir todas y cada una de mis noches abrazando a mi mujer y soñando con ese mar que a todos nos une.
Cuando finalmente alcé la cara, Xu estaba calentando su oxidada tetera. Con la misma entrega y distancia con la que uno deja alejarse desde su barco a una ballena, me encaminé hacia la puerta, luego a la pedregosa entrada del bosque, después al puerto, y finalmente a casa.

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