miércoles, 28 de octubre de 2015

Cálido Estertor


Aquí te quedas quieto. Esperas. Dejas que la prisa huya en busca de alguien más y te comprometes a permanecer. Las manos quietas van dando pie a desacelerar el resto del cuerpo. La cabeza busca tareas que resolver pero la censuras. La apaciguas con vacío, dejas que las oleadas de nada vayan impregnándose en esas ideas pendientes. El corazón, ciego y obstinado, se apanica ante los síntomas de muerte que lo rodean. Los párpados se anclan a media altura, espiando a la realidad y engañando al portón del inconsciente. Los segundos se enroscan con lo increíble, lo nunca antes visto.
Más lento, respira con tanta calma que parecieras indiferente a desaparecer. El tiempo desiste y la vida -encaramada en ese subibaja mortal- se suspende. Ligera ella y tú insustancial, ambos flotan en aquel dejo a opio que ahora aparece en la habitación.
Mudo como estatua y sordo como la duela, aflojas los estáticos huesos hasta sentirlos dormirse. Nunca has estado así antes. Siempre con la estúpida prisa de una carrera en la que no hay meta ni competidores, vives en un carril inagotable e inservible. Sin embargo, ahora todo queda distante, borroso. Navegas hacia un parto o a un lento fallecimiento, hacia los polos detrás los cuales queda la penumbra.
En ese silencio mental permites. Toleras. No sabes cuanto tiempo lleva ahí, en la esquina, viéndote. El monstruo del cual huyen, por el cual hablan en voz alta de noche y miran hacia delante al cerrar la puerta, está ahí. El monstruo que devoró las conciencias y las razones para dejar locos a los desalmados, respira tan lento como tú.
Se le hizo de noche a la tranquilidad y no pensaste que no pensar traería una sombra gratis. La ira muere revolcada y la alegría es su propia prisionera. Sin embargo la calma desproporcionada permite respirar al miedo. Contemplas como esas hadas enclenques, se enderezan heridas y mallugadas. Acaban liberándose en fuegos fatuos que tú y el monstruo estudian con nulo afán científico.
La oscuridad recupera terreno. Dejas de poder verlo aunque sabes que el sí te observa a ti. Eres carnada. La realidad ha seguido fluyendo hacia lo etéreo. Aceptas ser devorado por él y, sin moverte, te escurres hacía sus fauces invisibles.
Tal vez te despiertes, aquí sentado, con la satisfacción de esa llaga fantástica imposible de compartir.
Y tal vez no.

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