jueves, 22 de octubre de 2015

Nyaope


El primer verano que todos los nietos se quedaron con los abuelos fue el mejor para la familia. La abuela jamás había estado tan feliz de tenerlos en el rancho y la casa misma respiraba la vida que décadas atrás se había perdido cuando todos nos mudamos a la ciudad. Yo fui el último de seis hermanos en salirme de ahí y debo confesar que por varios años, aquel era un mundo gris rodeado de maleza verde.
Sin embargo, todos estos años, ayudaron a mis padres a conocerse más. Cuarenta y seis años de casados tenían cuando nació mi primer hijo, el onceavo nieto. Tomás nació en agosto, por lo que apenas pudimos estar de visita unos días en aquel divertido y caluroso julio.
Después del éxito obtenido, el próximo año mis hermanos quisieron repetir la hazaña. Para los niños era una excelente manera de crecer lejos del sofá y para mis hermanos, no sólo era afianzar el núcleo familiar, sino también días de descanso; ya que volvían a la ciudad y disfrutaban del silencio en casa, sin gritos, ni corretizas. Laura y yo los visitamos un par de domingos con Tomás, que aún era muy chico para quedarse con el resto de la cándida jauría.
En el cumpleaños número uno de mi hijo, vi que mi padre hablaba seriamente con mis hermanos. Intenté aliviar el momento interrumpiéndolos con una broma pero el viejo puso esa cara de dictador que ha impuesto cuando quiere ser el patriarca a toda costa. Me callé y mejor paré el oído. Mi padre arguía que ya estaban muy viejos para recibir a tanto chamaco por tanto tiempo y que era mejor no repetir tal cosa el próximo verano.
No obstante, mi mamá empezó a hacer llamadas el próximo mayo para ver cuándo llegaban los nietos y al oír el mismo argumento de todos se puso fúrica. Mi mamá es de esa extraña raza maternal que logra criar y domar a una pandilla entera a través de la dulzura, no tengo un sólo recuerdo de mi mamá alzando la voz en toda mi infancia. Por lo mismo, cuando la vieron tan enojada entendieron que este era un tema grave.
Mi niño seguía siendo muy pequeño y por lo mismo nosotros nos abstuvimos de integrarnos a aquel vaivén de llamadas y correos electrónicos entre padres y hermanos. A mí tan sólo me informaron que, una vez más, los niños pasarían el verano en el rancho. Laura estuvo enferma una semana y aprovechó para llevar a Tomás con sus primos y ayudarle un poco a mis padres. Cuando volvió la noté muy relajada, me explicó que, aún con el ruidero de la chamacada, se respiraba una paz envidiable en las cabañas.
Paso otro año y al recibir la invitación de mi mamá, Laura y yo platicamos al respecto. Decidimos que ella podía ir la primera semana, luego dejar a Tomás con el resto y ambos volveríamos la tercera semana. Recordando cómo había vuelto ella un año atrás, supe que ese era el tipo de descanso que necesitaba y no una ida a otra ciudad a extenuarme de museo en museo.
Días antes de se fueran, mi padre me marcó. Se cancelaba el viaje. Se divorciaban mis padres. A dos años de cumplir sus bodas de oro habían decidido separarse y no había marcha atrás. Todos intervinimos de inmediato pero no había intención de ninguno por solucionar el asunto. Cuando les preguntamos, por separado porque ya nunca más se volverían a ver, si un factor había sido los veranos con los niños, ambos se encogieron de hombros. Mi hermana estuvo deprimida varios meses, azotándose por ser la culpable del divorcio -ella aportaba cuatro de los diez escuincles-.
Yo llegué al rancho al día siguiente y mi papá ya se había mudado a la cabañita del velador -que además, fue corrido, de noche y sin explicaciones, después de cuatro décadas trabajando para ellos; tuve que ir a buscarlo al pueblo para mínimo darle la liquidación que se merecía-. No hubo como llevarlo a la casa.
En los próximos tres meses se construyó una cabaña, un poco más grande pero igual de austera, del otro lado del cerro; en una parcela que un vecino suyo le vendió a precio de regalo.
Mi madre todavía llegó a bajar al pueblo uno que otro sábado; mi papá nunca. Estoy seguro que después de aquella discusión donde acordaron separarse, si se volvieron a ver fue en esos tres meses, a lo lejos, como dos vecinos que jamás se han visto pero que se miran de lado a lado de la calle, estáticos, atrapados por la misma tormenta o aprisionados por el mismo apagón.
Sin duda, mi hermano mayor quien los visitó más a partir de aquel momento. Pasaba con sus hijos todos los domingos, primero con la abuela, y después, por la tarde, cuando aún pegaba el sol en aquel costado de la ladera, con el abuelo.
Una noche, en mi departamento, se soltó llorando. Se sentía aterrado por el momento donde alguno muriera y el otro, empecinado, no fuera a consolar a sus hijos y nietos al funeral de su pareja. Lo logré calmar con un trago y después nos quedamos largas horas platicando sobre la familia, las parejas, los hijos, y eventualmente el fútbol. Y sorprendentemente, en todos los temas, acabamos por concluir que las cosas nunca acaban, es imposible desatender algo que está vivo, sea un hijo, un balón o una relación, y asumir que nada malo podría llegar a suceder. No importa cuantos años, todas las semanas, hay que barrer la entrada para que no parezca salida.
El domingo pasado, en plena temporada de lluvias, fue mi hermano a visitar a mis padres. Fue solo, los niños estaban en un campamento de verano. Un impetuoso deslave mató a casi cincuenta personas. Entre ellas, mis padres y mi hermano. Sí hubo deslaves antes, claro que los hubo. Pero nunca así.

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