jueves, 2 de marzo de 2017

Esquela digital de otra víctima del blasfemo orden


(Una ama de casa sale de su garage, lleva al niño dormido en la silla para infantes y, mientras baja el zaguán automatizado saca de su bolsa de piel un celular en una funda de cuero plastificado y se deja absorber por la pantalla. Su impensando instinto de conductor moderno le permite frenarse lentamente frente al coche que le impide incorporarse al carril sin alzar la vista.)

El día que hubo el exacto número de coches que abarcara el 100% del asfalto de la ciudad, el día que el tráfico dejó de ser tráfico para convertirse en el estacionamiento más grande del planeta, esa mañana nadie cayó en cuenta del atascadero porque justo fue la misma fecha que la epidemia de las selfies conquistó a la población chilanga.
Iba yo caminando entre los claxonazos y esquivando los hombros de quien avanzaban por la acera con la mirada fija en el monitor de sus teléfonos cuando de repente llegó un silencio abismal. Un par de gorriones platicadores y los tenues 'clacs' de los celulares que no estaban en modo 'silencio' era lo único que se alcanzaba a oír. Chapultepec, de punta a punta era un atolladero de coches y microbuses sentenciados contra el piso por el sol de las once de la mañana y la rotunda imposibilidad de avanzar un sólo metro hacia adelante. Y sin embargo nadie resongaba de ninguna manera. Primero me fije en el interior de los autos: un microbus lleno de personas mirando fijamente hacia el suelo y moviendo ambos pulgares con soltura, como para abrirse camino en el entramado de la red; taxis donde el chofer y el pasajero se ignoraban por completo al estar absortos en us teléfonos; coches con grupos de jóvenes tomándose retratos con el celular y aplicándose 'filtros de perrito' sobre sus infantiles expresiones.
Afuera era igual: vendedores ambulantes que se retrataban unos a otros, barrenderos que con audífonos puestos y recargados en sus botes con llantas ni veían, ni oían lo que acontecía y una serpenteante fila sobre ambas banquetas formada por peatones, policías incluidos, con la cara ligeramente iluminada según el tamaño del monitor que cargaban en sus manos.
Yo también tengo teléfono y automóvil. Fue la ingrata providencia la que me tenía a pie a causa del doble no circula y sin pila de teléfono. El flashazo de orgullo de estar fuera de esa patética postal de primates dominados por la misma tecnología que ellos habían inventado se convirtió de inmediato en pánico. ¿Estaría yo solo para siempre? ¿El sacar del trance a cualquiera de ellos sería tan peligroso como el despabilar a un sonámbulo? ¿Sería el frío, el hambre o unas tremendas ganas de ir al baño lo que desataría una reacción en cadena de "despertares"? Recuerdo haber leído que algún japonés murió de agotamiento tras jugar un videojuego ininterrumpidamente por tres días. Tal vez algo similar ocurriría aquí, donde, en un cierto número de horas, el fin de la pila de un teléfono desataría una oleada de furia y hartazgo que recién había empezado a contenerse.
Más que un sólo factor como fuerza detrás de la ira sería la suma de todos los posibles escenarios. Ante mí vi ese globo de berrinchudo enfado por no tener pila o señal y estar atrapado en un auto con hartas ganas de mear, una soberbia hambre y el calor de los cientos de miles de motores alineados, empezar a llenarse. Lento y con empeño, esa membrana invisible ya había comenzado su camino hacia la explosión.

Sin teléfono para pedir un úber ni calle que lo pudiera traer a mí, corrí por la avenida. Doble en Cuauhtémoc y me asusté aún más de confirmar que ya todo era igual. El tedio como fuente del peligro con el empoderamiento urbano del siglo veintiuno como catalizador de una revolución voraz, un choque bélico que acabaría con todo y todos. Mientras corría miré al cielo, tal vez alguien en la procuraduría había alcanzado a prever esto y había ordenado una lluvia de granadas para acelerar el curso letal que venía en camino. No se veía nada, seguro el mismo procurador se había distraído con algún mensaje de whatsapp antes de lanzar la orden. Eso significaría que la brutalidad del fin sería mayor. Mujeres de traje sastre mordiendo las manos de un conductor para hacerse de su cargador; niños atropellados por ambulancias intentando salir a como de lugar de la caravana; un nódulo de peleas a muerte al interior de un microbus siendo sacudido por vagos claman por comida; sería el asqueroso punto final a esta urbe.

En una esquina me frené a ver el monitor de una atractiva chica que, sin dejar caer su tapete de yoga miraba su teléfono aterrada. La noticia era justo lo que estaba sucediendo a mi alrededor. Aparecían como nota al pie de la imagen diferentes twits que la gente mandaba a una televisora que funcionaba decapitada: aparecían en pantalla los mensajes y tomas que la gente cubría desde el cráter metropolitano que estaba por estallar. #tráficomaldito, #aquínomás #quéganasdeunahamburguesa #sóloenméxico. Ese último fue refutado por otros mentadas de madre en diferentes idiomas que enseñaban que lo mismo estaba pasando en Los Ángeles, Estambul, Tokio, Beijing y El Cairo, entre otros. Cuando la cobertura realizada por cámaras amateurs volvió a México, estábamos ella y yo siendo filmados. Alcé la cara, desde un balcón una niña de doce años apuntaba hacia nosotros. #Losnovios puso en su envío. Por más que era una excelente excusa para hacer de esto una escapada romántica con la sensual vegana, decidí condenarla y mejor huir solo.

Corrí por la avenida por treinta minutos, nunca dejé de ver las escenas repetirse alto tras alto, de esquina en esquina. De cualquier manera estaba demasiado lejos para llegar a un llano morelense que me permitiera estar lejos del estallido cuando eso ocurriera. Mi condición de fumador estaba por sentenciar mi aparatosa muerte. Empecé a ver a niños grabar sus pequeñas cápsulas de Vine al tiempo que muelleaban la cadera para tolerar las ganas de ir al baño. El fin estaba cerca.

La única manera de sobrevivir sería obligando a la gente a unirse en el primer cuadrante del centro histórico. Imaginé que si todos se concentraran en la Alameda, quizás el falso suelo de esta ciudad finalmente daría pie a un socavón que al mismo tiempo eficientaría la muerte de varios miles, devoraría un vasto número de autos (y quizás se restituiría el caos vial usual y no el closterfuck que se había logrado) pero sobre todo, me permitiría salir vivo hacia a el Ajusco, el Tepozteco o el mismo Popocatépetl. Encontré un cibercafé a las afueras del metro Eugenia. Ahí, desde mis redes sociales, reviví el hashtag del gasolinazo y convoqué a "la sociedad civil y a activistas, a todo aquel que cree en México" a marchar a la Alameda de inmediato. Para lograr el impacto mediático que necesitaba para lograr viralizar el mensaje falsée una imagen de Gael García haciendo la convocatoria. Le di al enter y salí a la calle, esperanzado de que mi solución funcionaría y a la vez, listo para morir en las manos de millenials uniformados en pantalones y faldas cuadriculadas de la secu 45.

(En la página panteón.org.mx, cuando no está saturada de los cientos de miles de decesos ingresados por ciberactivistas, se alcanza a cargar esta página en monitores cubiertos en baba, meados y sangre.)



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