miércoles, 8 de marzo de 2017

mi inoportuno acto


Desde el estudio de mi padre se alcanzaba a ver un pedazo del cuarto de tele del vecino. Ahí, los domingos en la noche, el hijo mayor de ellos se sentaba por horas frente al televisor. Lo ignoraba la mayor parte del tiempo, más bien mandaba mensajes en su celular y fumaba marihuana hasta pasada la media noche. Era el árbitro de la liga de los fines y se pasaba las horas siendo insultado de mil maneras, desde las más ingeniosas hasta las más burdas. Todo mundo sabe que los árbitros tienen errores, pero esa justificación no era suficiente para las incontables pifias de ese sujeto. Él era un pésimo árbitro; tan malo que ya nadie se atrevía a ofrecerse como su remplazo por la sospecha de que los agravios venían con el silbato y las tarjetas.
Hace un año se enfermó un par de semanas y se tuvo que suspender la liga. Desde entonces intentó un par de veces retirarse pero los más tozudos del barrio de un par de puñetazos y patadas le devolvieron las ganas por arbitrar.
No sé bien de qué estructura biológica deviene el que alguien tan agachado sólo genera una aversión hacia sí mismo que se traduce en mayores estímulos para que se mantenga el estado de humillación. Quizás es una reacción de manada por eliminar al más débil, al zoquete del grupo, aquel que compromete el éxito de la comunidad. Ése era el hijo mayor del vecino en este caso, un tibio papanatas que hablaba poco y lo poco que decía se usaba para minimizarlo a él o como materia prima para insultar a otros.
A mí, como a muchos otros, nos sacaba de quicio su presencia. Nada más verle generaba un estado de roña por no verlo reaccionar con violencia a los ataques. Lo peor era cuando respondía y le iba peor, eso sólo acentuaba nuestra ira.
Jamás se nos ocurrió ayudarlo. Al contrario, cuestionábamos cínicamente cómo es que permitía haber pasado de ser alguien insultado a ser él mismo el insulto que se lanzaban los demás.
Un domingo, por mera aburrimiento, le aventé desde el estudio el yogurt que merendaba. No le pegué en la cara pero batí su sillón y sudadera. Alzó la cara con miedo. Lo ofendí con un gesto de mano. Caminó hasta su ventana.
- ¿Tú qué crees, qué no jode?
- Ahora resulta que te fastidia que te humille la gente maricón.
- ¡Pues claro que sí idiota!
Como si mi cerebro hubiera tenido que escucharlo para siquiera considerarlo, me quedé sin palabras. Él cerró las cortinas para no verme. El lunes de salida a la universidad le dejé mil pesos que tenía ahorrados envueltos en una liga sobre el tapete de la puerta.
Incapaz de saber cómo dejar de sentirme culpable, mucho menos de cómo ayudarlo, me mudé al siguiente semestre para no verle más ni acordarme de mi inoportuno acto.

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