jueves, 25 de enero de 2018

Encantado de tenerlos


Las paredes son un tapiz color menta que ha ido palideciendo con los años. Las chapas, flojitas y chimuelas, son otro de muchos delatores de su edad. Las alfombras, apasionadas del silencio, ahora entonan la melancolía. El sótano es el único piso donde aún sirven todas las bombillas. Quizás el último en salir robó las funcionales de otros pisos y para sanar a las fundidas de el nivel más propenso a la insalubre humedad. En el resto de las plantas las pacientes cortinas aún hacen su intento por detener al sol en su empecinado entrar a cada alcoba. Una obra así, de siete décadas al menos, forzosamente se parece a otras que han vivido lapsos similares. No importa el lugar del mundo donde hayan sido edificadas. No les importa su lugar y punto. Aprendieron a pertenecer a la tierra que los sostiene.
En sus inicios pecaban de renovarse cada año. Ahora pasa todo lo contrario. Los cuadros de personajes dejaron de ser novedad, adorno o un guiño coqueto a la fortaleza de sus muros. Hoy más bien, éstos se han empotrado en el rincón que les asignaron hace tanto tiempo. Si por algún tipo de tragedia fueron removidos, han sabido tatuar su sombra; para que aún en su ausencia se invoquen a sí mismos -la vanidad del autorreferenciable-. Así, el mismo tono hierbabuena que resguardaron a sus espaldas, hoy genera sólo triste curiosidad a quien lo nota. No hay palabras a la vista en tales inmuebles, como si se supiera siempre qué frases son sólo una moda pasajera. Esta torre de concreto no es la excepción. De ahí la hipócrita sonrisa en el salón principal: hecha de una polvorienta paniola y un par de botellas de vino avinagrado.
Aún así hay un presagio que tirita en el aire. No quiere dar miedo pero sabe que la mera idea es demasiado particular como para no asustar a los espantadizos. No musita. No da aviso, ni a los más atentos. Entonces, cuando el cielo suelta el azul para sumergirlo en negro, va directo por los fantasmas. Sabe que sólo esa vaporosa ficción podría darle un digno final a su ser construido con tanta verticalidad.
Antes de que la tierra la reclame de vuelta debería, y podría, pero aún más le gustaría; dejar de tener inquilinos y ser de ellos. Así que de noche, en vez de soñar, pasa las horas fanstaseando con lo meramente imaginable. Grita en secreto. Sabe que esas puertas, tan cerradas como están, son publicidad gratuita para huéspedes intangibles. Cree que allá afuera, hay hechizos a los que aún puede aspirar. Respira hondo. Aletean las cortinas. Los invita a pasar.

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