miércoles, 7 de febrero de 2018

Otra vez se nos hizo tarde


La longitud y eficiencia de este texto es producto de la falta de espacio en esta redacción impresa, así como por el trágico secuestro de la atención a manos de la prisa que llevan ustedes, los lectores restantes (está publicación alguna vez contó con una base de seis dígitos, hoy no creo que lleguemos a las tres). Igual se les agradece su permanencia, pero son tantos los que se han ido que sé que no es una cuestión de sólida lealtad. Todos ustedes terminarán por largarse a otros formatos aún menos relevantes que este ninguneable párrafo.
Enrique Yañez murió ayer de cincuenta y cuatro años. Bueno, se murió en el hospital, pero antes de llegar ahí lo mataron dos pandilleros. Iban a bordo de motocicletas, encapuchados, con casco y guantes; eso sí, con una florida playera para decirle a todo mundo de parte de quien venían. Enrique iba a bordo de su Mercedes en el asiento trasero. El chófer, Casimiro Álvarez, sobrevivió con la clavícula y dos costillas rotas. Eran las tres de la tarde a la hora del atentado. Hacía un sol radiante, el primero del año me cae.
En el funeral me enteré del suceso. Yo había asistido a la funeraria a raíz del aburrido deceso de un familiar de noventa y tres años. Aquellas muertes, anunciadas antes de cualquier olimpiada aún por suceder, generan que el tiempo en tales recintos se extienda interminablemente. Por eso, me puse a rondar los pasillos hasta el velorio de Enrique Yañez. Había unas ochenta personas presentes. Todas llorando e injuriando la violencia en este país. A ni uno sólo le hacía sentido el deceso de aquel hombre. Era exactamente lo opuesto al réquiem de Herminda, la hermana mayor de mi madre (que murió hace veintitrés años y decía que Herminda ya estaba muy vieja para seguir viva). Por eso me instalé en el funeral ajeno. Por supuesto que nadie llegó a solicitar mi derecho a estar ahí. El mero riesgo a la torpísima situación que se generaría si yo llegaba a responder que era el gran amigo de la preparatoria o un cliente de años bastaba para que nadie lo hiciera. Me fui enterando de características aisladas: era un gran jugador de dominó, un tipo puntual, no cuidaba mucho de su salud pero sí de su apariencia, era un apasionado de los automóviles y relojes de lujo y, el dato más importante, era un fabricante de corcholatas.
En este universo de los monopolios, cada vez que escucho que alguien sobrevive siendo un empresario hormiga me brota una comezón sospechosista que sólo someto con una investigación morbosa con mis amigos los notarios, los contadores, los pandilleros y los otros chismosos como yo: los periodistas.
En la mañana del jueves, archivada eternamente la muerte de Herminda, me puse a rascarle al nombre de Enrique Yañez. A veces, me odio muchísimo, pienso en lo inútil que son mis textos y en cómo el grueso de las ocasiones sólo encuentro verdades rocosas, incómodas, inútiles e inhumanas. Pero mi patología es más grande que yo. Más bien, es la bandera y el escudo de mi identidad. Yo no creo ni en las religiones, ni en los deportes y la cultura me da franca hueva. Ser periodista es lo único que realmente soy. Por eso pude dejar mis dudas personales a un lado cuando vi, desde el primer instante, que el decimosexto productor y noveno distribuidor de corcholatas de la región no podía, ni debía, bajo ningún escenario, ser víctima de la muerte a bordo de un Mercedes del año. Si fuera por herencia, el hombre tendría múltiples negocios. Si fuera su gran capricho, no sería un padre de familia con cuatro hijos, todos egresados de la universidad.
Las fuentes "peligrosas", las de reputación más cuestionable son las más honestas. ¿A qué se deba? No sé, mi apuesta es que la educación superior incluye una maestría en aprender a mentir bien. No me refiero a decir las mentiras con seguridad y estructuradas con lógica y astucia para ser casi imposibles de desarmar. No, mentir bien es hacerlo con convencimiento bi-direccional: al mentido -claro-, y a lo profundo del mentiroso. Las mentiras chingonas no son filosas, son una mugre fundida en la psique de su autor y él mismo tendría que dejar de ser sí mismo para poder si quiera empezar a contemplar que eso de lo que se habla no es una tremendísima verdad. Mentía Enrique Yañez; y por él y con él, mentían todos los que en el funeral se sorbían los mocos y veían con rencor el techo, como queriendo largar a dios de su fiesta favorita -o al menos en la que más popular es-.
El 'Corcholatas', como me contaron que era apodado en sus veintes, tenía un negocio sano. En efecto, supo mantenerlo a flote por casi cuatro décadas. Eso, estoy seguro, es suficiente para tener una casa y, con la ayuda de un par de becas, a cuatro hijos con título universitario. No daba para vacaciones en disneilandia, ni para comer cada domingo en el famoso 'Cortes y Gauchos', ni para relojes y carrazos; para eso no daba hace veinte años y mucho menos ahora.
Pasemos a lo relevante, querido y paciente lector -que hay pocos como usted y cada vez menos-. Enrique Yañez, en sus múltiples visitas desde bistrós hasta cantinas, se fue haciendo de confianza entre la tribu de restauranteros que rige el paladar de esta ciudad. No fue sólo Don Tomás en 'Cortes y Gauchos', fue también el JP en 'La Tribuna' y el junior Sandro en 'Las cuatro eles', entre otros, los que no sólo le confesaron que la renta por derecho de piso se había colado hasta las más altas esferas de establecimientos de comida, sino que le mostraron las amenazas redactadas. Todas venían acompañadas de una pequeña bala .45 ACP con casquillo dorado y chata cabeza de cobre. Para los menos siniestros permítanme explicarles que esta bala es justo el modelo que el ejército yanqui desarrolló a partir de la guerra con Filipinas. En dicho conflicto, el soldado americano solía 'batallar' con el enemigo que -ya sea drogado, empoderado en su ideología anti-imperialista o ambas- no caía fulminado con el primer balazo. Esta 'amarga' experiencia los llevó a crear el .45 ACP, una bala cuya característica principal es no necesitar más de una para matar de un tiro al contrincante.
Seguramente para aquel entonces, el 'Corcholatas' ya deducía impuestos de forma ilegal y contrataba a menores de edad para pagarles menos del salario mínimo. Yo sé que la mentalidad chueca sí se manifiesta de forma espontánea, pero el plan denota a toda luz que este individuo llevaba varios giros de torcidez; de lo contrario no hubiera ido a tocar las puertas del narcotráfico de buenas a primeras. Además, si no cómo es que ya había empezado a codearse con los anfitriones del vicio para enterarse del sistema de amenazas por parte del crimen organizado. Mintió Enrique Yañez toda su vida, a él y a los suyos, que le mentían de vuelta cuando no cuestionaban los lujos con los que los apapachaba cada fin de año o en bodas y bautizos.
Lo inmediato fue ir a un proveedor de balas, Munición Valenzuela, con oficinas en la salida a Villa Caliente, y hacerles un plan de negocio. Vaya usted a saber cómo logró una cita con el 'Ricky', el capo de la plaza oriente de la ciudad, pero también lo logró. El esquema era fácil de entender y aún más sencillo de implementar. Yañez entonces era el comprador, por contrato a veinte años, de todas las balas con fallas de fábrica de Munición Valenzuela. A su vez, el le administraba las balas al Ricky para que las amenazas a locales y empresas no gastaran 'bala buena', que al final, era una pérdida para la mañosa organización. Absolutamente todos ganaban, bendito el ingenio de todo aquel que apenas acaba la prepa.
Sus bodegas servían no sólo como almacén sino como lugar de intercambio: plomo atrofiado por plata agraviada.
Todavía le dio tiempo a Enrique Yañez de renovar el contrato a veinte años una vez. Se aproximaba la negociación de su tercer término como abastecedor de amenazas huecas sólo en pólvora pero retacadas de paranoia y miedo para quienes las recibían. Seguramente alguna cláusula en la que no hubo convenio fue lo que determinó su ejecución a plena luz del día. Ni me supieron explicar a raíz de qué suceso lo mataron ni me interesa. A usted noble leyente, le sobra el dato yo diría. Porque la atención suya, mía y de todos debería estar puesta ni si quiera en la violencia con la que ajusticiaron a este rufián, sino en la gran mentira que es él, todos los que lo conocían y le aplaudían y que son los muchos empresarios de cuello blanco que gobiernan a mano izquierda esta metrópolis. Son los mismos que suscriben las leyes de pena de muerte que hoy mismo se votan en el senado. A mí me da igual si matan a todos los matones de este pueblo, pero no puedo permitir que lo hagan a cuesta de los flojos y farsantes que manejan carros de lujo por nuestras siempresucias avenidas. Hay valores más necesarios que la vida para esta cutre urbe. La verdad es uno de ellos. Es a través de ella que podremos enderezar las esquinas que sabido cortar la indigna sociedad de la que somos orgullo, rebaba y ceniza misma. A los que aún siguen aquí, ahí les va una idea.
Enrique 'El Corcholatas', ese que iba a devorar cenas de treinta y cinco mil pesos a los mismos restaurantes en los que anclaba su negocio de amenazas baratas y a consentir a su mujer, hijos y sobrinos con dinero canceroso, fue fusilado por la débil justicia natural que ahora sólo sabe avanzar con ironía por bastón y fulmina a un mentiroso a cuatro balazos verdaderos, costosos y ojalá que con más relleno que pólvora para un tardío despertar de nuestra población citadina.

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