lunes, 12 de febrero de 2018

Calle


Me amarré las agujetas para hacer tiempo pero llegó el momento donde mi presencia era sospechosa y tuve que alejarme. Alcancé a entender que estaba siendo acusada por prostitución. Era una mujer de cincuenta, quizás sesenta. Había sido madre y ahora era la abuela de unos cuantos. Era evidente. Su apariencia física, si bien no era desagradable, era radicalmente asexuada. Era más bien un ser redondeado con articulaciones ligeramente oxidadas. Fiel a lo que se esperaba de ella, llevaba chanclas y un terso delantal de cuadrícula rojiblanca. Por supuesto que no era una prostituta. No había contexto de miseria que se encargara de que esa señora, una doña en toda la extensión de la palabra, se hubiera convertido en prostituta y no hubiera perdido esa mirada maternal o hasta el chingado delantal en el proceso. Si eso lo sabía yo, los dos policías lo tenían que tener clarísimo. Entonces, ¿qué pretendía tal arresto? La excusa absurda sólo podía esconder algo aún más funesto. Sin embargo, ella no se veía con miedo. Se sentía lista para lidiar con la inmanente corrupción de los uniformados.
Una vez que mi perro había regresado a la calle y ambos zapatos tenían los cordones atados, era inviable permanecer un instante más. Aún así salí lento de ahí; queriendo que esos dos o tres segundos de mi presencia revelaran la suficiente desconfianza como para ahuyentarlos. Por supuesto que tal deseo era más una alabanza gratuita a mi consciencia que una acción con resultados precisos. La inquietud de Matute, mi perro, fue haciendo que mis piernas recuperaran el ritmo con el que salimos de casa pero mi mente se quedó navegando en esa escena. Siempre que una situación me sobrepasa, suelo concluir que ‘antes’ no era así. Nunca pienso en un año en específico. No es que antes, en los sesenta, la policía era más honesta. Tampoco es que antes, cuando no había casas, calles y callejones, no había rincones lejos del paso que fueran una invitación a la corruptela. Es sólo un ‘antes’ de mí, estúpidamente generalizado. Así fue que pensé que antes, el ciudadano seguro tenía mejores herramientas para ser una mejor persona o un vecino más comprometido o simplemente un ser más solidario con lo que sucedía frente a él. Si volvía a aquel pasillo quizás mi libertad correría peligro, o peor aún, la suerte de aquella doñita podría empeorar con la incomoda intervención de un foráneo. Aquel día, conforme aventaba mis zapatos al clóset, recordé el evento una vez más.
Fueron pasando los días y a nadie le conté el suceso. La normalidad volvió a arropar, primero al reloj y luego al calendario. De todas formas, no volvió a haber un sólo día que no pasara frente a aquel espacio entre los muros amarillo limón y no pescara con la mirada, discreto pero inquisitivo, por la presencia de aquella mujer. Algún día hasta me fui pensando que tal vez sí, ese era su uniforme y había un mercado de ogetes allá afuera amantes de cogerse a la figura más casera, más maternal, más generosa de nuestro paisaje callejero. Igual nunca cuajó demasiado esa sospecha y más bien lo que gobernó fue esa agria sensación de ser yo -al igual que todos ustedes- la palabra correcta de mí, pero anulada por una falta de ortografía.

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