martes, 26 de mayo de 2015

Musumba


Iba concentrado en el infame calor que el destartalado camión engendraba. Afuera, en el río café, uno lavaba su moto; unos viente metros más atrás, otro; y así sucesivamente. Luego había que caminar un rato por la vereda de arcilla, delineada con latas, olotes y plástico en diferentes presentaciones. Ya no me acuerdo bien, pero creo que lo mejor aquel día había sido un burro masticando un balón.
Hasta llegar su puesto: alas a la venta decía un letrero de lámina pintado con diferentes colores; no porque el autor creyera en la creatividad, más bien se le fueron acabando las tintas -que seguro había se había afanado de algún kinder abandonado-. Muy cerca, él, sentado en una humilde silla comiendo un plátano sin prisa. A unos metros, había una choza envuelta en una cadena oxidada. Sin embargo, ahí adentro algo parecía brillar.
Estamos entrenados para no creer estas cosas, pero su confianza me llamó la atención. No tenía la mirada chueca, como los orates primer mundistas, si este ser sufría de algún desorden mental, lo escondía muy bien. Lo tenté con unos pasos en su dirección, pero ni prisa de vender tenía. Así que tuve que preguntar.
- ¿Y las alas?
- Las buenas las está usando Rafael, del mercado, pero tengo otras.
- ¿Tiene dos alas?
- Dos pares.
- ¿Dónde las consiguió?
- Me las dio.
- ¿Quien?
- Dios.
Silencio incómodo, para mí, él no podía estar más despreocupado.
- ¿Cuánto cuestan?
Se acabó el plátano. Aventó la cáscara a un matorral. Se limpió las manos sobre su pantalón.
- Verás, no te las puedo ofrecer, porque no sabes cuál es su valor.
Algo me fastidió en su respuesta. Él lo percibió.
- ¿Cuánto cuestas tú? - Me preguntó señalándome, su pálida palma subrayando el ademán de su amplia mano oscura.
Pensé, de verdad que quise responder algo astuto, o simplemente algo elocuente.
- No sé.
Se volvió a reclinar en su silla.
- Tú no traes una etiqueta con un precio escondida en tu cuerpo. No la busques porque no hay tal. Si no cuestas, entonces lo que tú quieres realmente, tampoco tiene un costo; únicamente tiene un momento y un significado, como tú.
Sin dejar de verme, se estiró para sacar una naranja de una bolsa de plástico. Yo desvié la mirada hacia la choza. Le dí los buenos días y seguí por la vereda. El regresó a pelar la fruta.
Un par de horas después, con el sol en el cenit, noté que había dejado mis víveres en el salón. Me recargué en un árbol. Los niños al fondo se reían de mí. Un leñazo de calor me tiro al poco pasto que había entre el camino y la pared de concreto. Arriba, entre la bola de fuego y yo, había un hombre volando. Las llagas en mi retina, como gotas de tinta bailando al ritmo de un pepino submarino, le bloqueaban el paso en mi vista. Entre la luz absoluta y las manchas en mi vista, ahí aleteaba un ícaro africano.
Y terminé por desvanecerme
Volví a pasar por ahí unos años después, otra vez recubierto en ese pringoso sudor que no se va de tí jamás; tú te vas de él cuando te largas de aquella tierra. Burros, grillos, llantas, basura, los mismos pincelazos del paisaje, aunque ahora que lo pienso la energía otra, se sentía un aura de orgullo entre los habitantes. Caminé motivado, con ganas de corroborar si ahí seguía el mercader de alas.
Al pasar por su callejón no vi a nadie. Sin embargo me invadió el vacío cuando note una minúscula cruz de metal enterrada justo donde iba el maltrecho armario. La cadena tirada sobre el matorral era evidencia que no podía haber muerto hace mucho.
Encontré a un vecino y le pregunté sobre aquel hombre. Nos entendíamos poco, pero sus ojos encharcados en tristeza me confirmaron mis temores. Se había ahogado en la última lluvia de la temporada, hace unas semanas.
Caminé de regreso, con la mirada en el suelo. Iba analizando qué tanto me dolía esa noticia, qué tanto quería que me doliera y si la rabia no era mejor homenaje para nuestros muertos. Después de varios trechos sin alzar la cara empecé a notar que la arcilla tenía otro tono, uno más fértil, menos arenoso. Estúpido, imaginé que ahora la tierra podría costar más, que habría un mejor porvenir para todos ellos. Recordé la lección del difunto y censuré mi cabeza. Y fue eso lo que me condujo al río, caminé con determinación hasta ver a un escuálido hombre lavar su moto; y atrás de él una docena en lo mismo.
Me asomé del sencillo puente hacia el río de agua y barro. No lo vi inmediatamente, pero después de buscar un rato, en las zonas más profundas y oscuras, alcancé a ver una figura nadando con una suprema agilidad entre bancos de pececillos.
Aquel valiente no había muerto ahogado, tan sólo había cambiado de giro.

Hay personas que mueres por ser como ellas.
Hay los que matarías por ser ellos, sin embargo, suelen morir antes; para que seas.

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