miércoles, 19 de septiembre de 2012

Cáust

Atropellé a un payaso. No había nadie más en la calle. Sólo él y yo. Venía cambiándole al radio y de pronto una ráfaga de colores galopó sobre el parabrisas. Me quedé inmóvil. Escuché un pujido y mi alma volvió a respirar. Seguía vivo. ¿Pero qué? Me bajé del coche. Divisé un ramillete de globos verdes fugarse de la escena.
Finalmente entendí. Vi al payaso doliéndose sobre el asfalto. Dudé si debía enderezarlo. Le pregunté que si estaba bien. Alzó la mirada para odiarme un poco. Los moretones y la sangre se confundían con el maquillaje. La peluca escondía los raspones. Lo ayudé a incorporarse. Al parecer estropee sus zapatos pues a cada paso sonaba una bocina. Si así funcionaran siempre no lo hubiera atropellado. Apenas nos hablábamos.
¿Qué demonios hacía tan equipado a media avenida?
Me enteré de todas formas. Iba rumbo a la fiesta de mi sobrinita. Para ahorrarme más dramas conseguí a un mago; lo único disponible a esas alturas del sábado.

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