lunes, 9 de enero de 2017

Hay barcos que vuelan


I.
Se fueron a media noche a un viaje sin retorno establecido. El departamento eventualmente quedaría abandonado, el correo víctima de la humedad, no se movería de la canasta de mimbre en la entrada, como si necesitara estar a la mano para ser leído -y por supuesto, descartado al acto en el bote de basura vacío a un costado del refrigerador-.
En la maleta iban rollos y tarjetas de memoria, simbólicas diapositivas para aquellos ambientes en constante estado de descomposición ubicados del otro lado del planeta. Nadie las vería. No por alguna razón maldita. Simplemente porque los retratos se hacen y no se revisan; la era del creador solitario.
II.
Ellas mismas, expuestas a aquella radiación única, viva y mortífera, jamás se enterarían de haber sufrido tales riesgos. La vida culminaría en un lugar y un acto tan sorpresivo y lejano, que las emisiones permanecerían anónimas.
El viaje de cualquier artículo filoso, de un alfiler a un machete, representa todas esas historias que nunca sucedieron. Su destino final tiene consecuencias palpables: la tela, la madera, el tejido traspasado por el objeto. Sin embargo, los viajes de tales herramientas amenazan a un sin fin de objetos y seres que ven de cerca el brillo del filo. Al poco tiempo, ni ellos mismos recuerdan los tajos o punzadas que casi sucedieron.
III.
El regreso no existe porque el viaje significa forzosamente un cambio. Más en uno como aquel, donde una pareja se funde y se atomiza, se funde y se atomiza. Se amalgama en trenes y se evapora en cada playa. Así que ya nadie las volvería a ver a pesar de su retorno. El reconocimiento que las envolvió nubló al ojo cercano su capacidad de calibrar la inocencia de cada una. Precisamente de esa bruma se refrendan los artistas.
Pero nadie sabe todo, es simplemente qué aprendices dominan mejor los gestos que los inculpan.

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